De la cuna aristocrática y desenfreno en París a gran figura de los escenarios porteños, la vida de Florencio Parravicini

0
14

Florencio Parravicini nació en el seno de una familia aristocrática

Fue un tiro al aire, un bala perdida, un loco lindo, en su época existía otro apodo para la gente como él: un rico tipo, un caradura, un desenfadado, un aventurero, un fabulador, un incansable; fue también un hacedor de su propia leyenda, un forjador de su propio mito que lo hizo cazador de leones marinos en el Atlántico Sur, pirata y contrabandista en esas mismas aguas, esgrimista, tirador, corredor de autos, piloto de aviones de la prehistoria, cantante, artista de varieté, actor de teatro primero y de cine después, humorista, crítico ácido de la sociedad que lo aplaudió y lo hizo uno de sus preferidos en un país, la Argentina de los años 30, que había derribado a la democracia, había instaurado la primera de sus tantas dictaduras militares y había fundado lo que pasó a la historia como “década infame”.

Ese fue, en parte, el río en el que bebió y al que alimentó Florencio Parravicini, que nació el 26 de agosto de 1876, hace ciento cuarenta y nueve años, dueño de una vida destinada al descarrío salvada por los escenarios, los telones, los aplausos y la primera gran época del cine argentino. Era un gran comediante, sus biógrafos repiten un dato simbólico: hizo reír a tres generaciones de argentinos. Acosado por el cáncer, se pegó un tiro el 25 de marzo de 1941. Después, lo ganó el olvido.

Lo bautizaron como Florencio Bartolomé Parravicini Romero Cazón; lo de Bartolomé era porque el día de su nacimiento era el del santo venerado, día en el que, según la leyenda y la superstición, es el único del año en el que el diablo anda suelto. Nació en una cuna de privilegio, era hijo de un coronel, Reynaldo Parravicini, que era amigo íntimo de Julio Argentino Roca, de Dalmacio Vélez Sarsfield, de Nicolás Avellaneda y de Domingo Faustino Sarmiento. Su mamá, Rafaela Romero Cazón, pertenecía a la aristocracia de la época, finales del siglo XIX y se instaló junto al coronel en la Penitenciaría Nacional cuando fue nombrado director, entre 1887 y 1890. De modo que el chico Florencio, a sus once años, conoció el ambiente carcelario y a sus habitantes, asesinos condenados perpetua y delincuentes de poca monta.

Esa infancia, la del futuro personaje, estuvo signada por su propio carácter desenfrenado y por su verborragia. Las historias y muchos de los datos que circulan sobre su vida, son incomprobables con documentos, incluso con testimonios porque además fueron alimentados por la mezcla de verdades y fantasías con las que “Parra”, como sería conocido en sus años de gloria, adornó su historia. Decía ser descendiente del veneciano Giacomo Casanova, el aventurero, libertino, historiador, escritor, diplomático, jurista, violinista, filósofo, matemático y agente secreto veneciano a quien se considera el mayor amante de todos los tiempos, si eso significa algo. En el árbol genealógico de “Parra” figura un abuelo Jacobo Parravicini di Casanova, embajador del Imperio Austrohúngaro y pariente de Napoleón Bonaparte. Jacobo fue el primero de los Parravicini en instalarse en la Argentina con un título de marqués y una gran fortuna: fundaría la Bolsa de Comercio de Buenos Aires en 1854.

Parravicini fue un trueno desde chico. Lo expulsaron a los ocho años del colegio de las Inglesitas, en el barrio de Flores y luego de la Academia Británica; también lo echaron del colegio San José y del San Luis, datos que permiten deducir que no era un chico demasiado inclinado a la disciplina y al estudio metódico. Sin embargo, tenía pasta de héroe: le salvó la vida a un Raúl Cabrera, un chico de nueve años que estuvo a punto de morir ahogado en el incendio de su casa, Juncal entre Azcuénaga y Larrea, vecina a la de los Parravicini. La historia está contada en “La vida romántica y aventurera de Parravicini: el hombre que hizo reír a tres generaciones”, una biografía novelada de “Parra” escrita por Martín Alvera, seudónimo acrónimo de Alfredo Varela.

Antes de convertirse en actor, Florencio Parravicini viajaba a París, aunque no a estudiar, lo suyo era dilapidar la fortuna de su familia

A los catorce años se fugó de casa y, con un amigo, Adrián González, se unió a los alzados en la Revolución de 1890, la Revolución del Parque, organizada por Leandro N. Alem y Bernardo de Irigoyen para derrocar al presidente Miguel Juárez Celman, un movimiento que fracasó pero dejó al gobierno herido de muerte. “Parra” llegó a disparar algunos tiros porque tenía muy buena puntería, pero decidió volver a casa cuando una bala mató a su amiguito González.

A los tres años se fue a Europa. Dijo a su familia que estudiaría ingeniería en Bruselas, pero su destino era París y no el estudio. París ejercía entonces, casi como ahora, un hechizo especial, era una meca, una ilusión, un sueño a cumplir. Carlos Gardel lo pondría en otras palabras: “Cuando se ha conocido París, cuando se ha visto la Costa Azul, cuando se han gustado los aplausos de los reyes, Buenos Aires no satisface del todo, es terriblemente monótono”. Extraño porque Gardel cantaba con emoción aquello de “Lejano Buenos Aires qué lindo que has de estar / ya van para diez años que me viste zarpar / Aquí, en este Montmartre, faubourg sentimental / yo siento que el recuerdo me clava su puñal”. Cosas de la nostalgia.

Parravicini no viajó a Europa para dejarse ganar por la nostalgia, sino para patinarse la pequeña fortuna que la familia, en especial su madre que había quedado viuda del coronel cuando él era un chico de diez años, había dispuesto para sus estudios. De Bruselas y de la ingeniería, olvidáte: fue París, la noche, el desenfreno y las fiestas hasta que los ahorros se acabaron y el cónsul argentino, amigo de la familia, lo metió en un barco y lo devolvió a su casa. La leyenda dice que sus hermanos, gente recta y de trabajo honesto en la administración de la riqueza familiar, tal vez impulsados por la madre armaron una estrategia para, de nuevo un barco, mandarlo al sur, a la Patagonia hostil, a que supiera qué era eso de ganarse la vida. Parravicini se unió a la tripulación de un buque pirata, o algo parecido, que se dedicaba al robo de pesqueros, a la caza de lobos marinos y al contrabando, nada que pudiera suponer un trabajo honesto.

Cuando todos cayeron presos, de nuevo las amistades familiares lo salvaron de la cárcel. A los veintidós años, sin atisbos de ser alguna vez una figura del espectáculo, heredó una fortuna del abuelo Jacobo: ochenta mil ovejas, una estancia vecina al Río Colorado, varios departamentos y algunas casas en Once y en el Centro; joyas varias, efectivo abundante: era un joven millonario. ¿En qué pensó entonces “Parra”? En París. De nuevo. Esta vez, la aventura iba a durar más porque la fortuna era mayor. Al desenfreno y las mañas de la primera vez, se agregaron ahora los cabarets de Montmartre y los casinos de la Costa Azul que no sólo atesoraba el aplauso de los reyes que añoraba Gardel. Muchos años después, Parravicini le confesaría a César Tiempo, poeta y su agente literario: “Si no me hubiera perdido esos campos y todas esas propiedades, hoy sería un viejo estanciero de esos que bajan a la ciudad cada diez años a preguntar si ha cambiado el Gobierno, a darse un atracón de carne en La Cabaña o en el Maipo a ver cualquier espectáculo de la época. (…) ¡Que me quiten lo bailado!”.

El día que Florencio Parravicini sentó cabeza fue para montar su propio show de

Nadie le iba a quitarlo bailado, ni sus andanzas europeas cuando la fortuna empezó a flaquear: trabajó en Ámsterdam, Bruselas y Lisboa como tirador profesional, capaz de acertarle a una moneda a la distancia, como profesor de patinaje, aviador, domador, piloto de autos en Berlín, cantante en Champs Elysées y hasta en el legendario Olympia, siempre París, hasta que regresó a Buenos Aires en 1906, hecho ya un gandul de treinta años.

Para Parravicini, sentar cabeza fue montar su propio show de varieté, al decir de la época. Hoy podría llamarse unipersonal o stand up, en el mundo del espectáculo cambian los nombres pero la esencia es siempre la misma. Así que montó su show al que llamó “Concierto Varieté” en una sala de la que no queda ya ni la sombra, en la Avenida Rivadavia, entre Salta y Santiago del Estero, del lado sur, Libertad y Talcahuano del lado norte. Tuvo un éxito sensacional. Sería un tiro al aire, un irresponsable, pero tenía talento. No sólo era capaz de acertar a un blanco, de espaldas y sólo con la orientación de un espejo, sino que contaba historias con mucho humor y con bromas exactas si estaban dirigidas a la platea. Usaba el doble sentido, la ironía, la mordacidad, cierto cinismo del tipo que vio mucho mundo y está convencido de que nada puede ya sorprenderle. Para la época, ese desenfado y ese humor ejercían una especial fascinación en el público.

Después, Parravicini fue descubierto por José Juan “Pepe” Podestá, un actor uruguayo afincado en la Argentina, cabeza de una familia de artistas, Gerónimo, Pablo y Antonio, los “Hermanos Podestá”, que de alguna manera sembraron el embrión del teatro nacional, primero en el circo y después en el salto a las salas comerciales: es una historia muy rica, pero no es ésta historia. Parra se integró a la compañía con su estilo particular: se negaba a estudiar su letra, a seguir los pasos, acaso mínimos, que exigían autor y director de la obra, y se largaba a la improvisación que en la época y acaso también hoy, se suele llamar “morcilleo”. El “morcilleo” también es un arte; consiste en inventar texto cuando algo raro ocurre en escena: alguien olvida la letra, el apuntador se volvió tonto, el “Pie” de una actor a otro fue mal dado o no entendido; el “morcilleo” siempre salva la escena ante una emergencia. Es un salvavidas, pero “Parra” lo convirtió en disciplina. Los Podestá no le tuvieron demasiada paciencia, además de un lío de polleras que embarró la alianza artística.

Junto con la fama de actor y de humorista, “Parra” ganó la fama de libertino que ayudó él mismo a cimentar con sus historias de conquistador y de hazañas sexuales que, se excusaba, eran casi irremediables dado sus ancestros y su lejanísimo vínculo genético con el Casanova de la leyenda. Sin embargo, se casó el 11 de enero de 1919 con Sara Piñeiro, apenas dos meses después de conocerla: vivió con ella hasta su muerte; y mantuvo un romance tormentoso y curtido que duró menos de tres años con la actriz Pepita Avellaneda. Fueron sus dos mujeres conocidas, aunque la leyenda sostiene que, un seductor nato, “Parra” amó a todas las mujeres que conoció en el escenario y con las que compartió cartel en teatro y en cine.

Entre 1906, año de su tardío ingreso al mundo del espectáculo, hasta 1940, Parravicini actuó, siempre como protagonista, en más de trescientas obras teatrales y lanzó su carrera cinematográfica, primero en el cine mudo y luego en el sonoro. Protagonizó en 1916 “Hasta después de muerta” y luego “Tierra argentina Dios te bendiga” y “Por mi bandera”, guiones de un nacionalismo casi escolar que eran acaso un símbolo de la época. En 1937 se consagró con “Melgarejo”, una película dirigida por Luis José Moglia Barth. Era una comedia en tres actos que Parravicini había estrenado en 1920, sin un texto preciso dada la inveterada tendencia a “morcillear” de su intérprete que, era además, el autor. Para el film, Parravicini fue guionista junto a Moglia Barth: es la historia de una estanciera muy rica, inducida al adulterio del que la salva su chofer, que descubre el plan de los delincuentes que intentaban convencer a la mujer para luego desplumarla.

El cine no hace muchos milagros. Ni Moglia Barth, ni el productor Ángel Mentasti pudieron evitar los chistes de grueso calibre, el lenguaje zafado de “Parra” y algunos “morcilleos” convertidos en monólogos. El reparto era extraordinario: acompañaban a Parravicini Mecha Ortiz, una gran actriz, Santiago Gómez Cou, Orestes Caviglia, Blanca del Prado, Margarita Padín, Ilde Pirovano, y en papeles tal vez menores, Malisa Zini, Tilda Thamar, Delia Garcés y Amanda Varela. Nombres que tal vez hoy digan poco pero que entonces decían mucho.

Parravicini ganaba fortunas, cobraba diez mil pesos por mes cuando el promedio de los actores más exitosos cobraba mil quinientos; el público lo amaba, llenaba los teatros que mostraban sus fotos: una cara sonriente, un rasgo pronunciado de picardía, los ojos traviesos, una generosa diastema en el maxilar superior: un éxito. Tanto, que en 1926 se había presentado como candidato a concejal porteño en las elecciones municipales de ese año por el partido Gente de Teatro: lo eligieron con el seis por ciento de los votos. Hizo poco y nada desde su banca, salvo un homenaje que organizó en honor del Príncipe de Gales que visitó la Argentina antes de ser rey sin corona: reinó como Eduardo VIII pero abdicó antes de ser coronado.

En los años ‘30 llegaron sus otros grandes éxitos en cine con “Los muchachos de antes no usaban gomina”, del talentoso Manuel Romero, junto a, y de nuevo, Mecha Ortiz, Santiago Arrieta, Irma Córdoba, Hugo del Carril, Amalia Bernabé, Homero Cárpena, entre otros; y “Tres anclados en París”, también de Manuel Romero, junto a Tito Lusiardo, Irma Córdoba, Enrique Serrano y Hugo del Carril.

En el cine y, en especial, en el teatro, Parravicini empleaba una receta para deslumbrar al público: “Me entrego a ellos, y hago que ellos se entren en mí. Los llevo de un extremo a otro del proscenio, desde las candilejas hasta el foro. Rompo la barrera que nos separa, dejo volar mi espíritu por la sala, haciéndolo llegar basta el espíritu de ellos. Y hablo, toco un resorte y mi público ríe, ríe: es un placer único el que experimento al oírlo reír. Floto en un oleaje de carcajadas, vibro, hago mi juego rápido, seguro, eficaz. Cuando veo que en un palco o en una platea alguien no se ríe, que alguien está dentro de sí, pensando, sufriendo acaso, entonces ya no pienso en nada más que en él. Lo miro, le hablo mentalmente, trabajo para él, entro en él, y hago cosquillas en el espíritu. Cuando ha sonreído, ¡a otra cosa! Y me vuelvo a todos, al público, a los compañeros, a los obreros que me miran desde el interior de la escena y torno a darme íntegro, a pedazos, para que mi público se ría. ¡Mi público! Cada uno en sí es un ser que piensa, un ente que juzga, una razón que analiza. Pero todos juntos, reunidos en mi sala, ante mí, son niños, un montón de niños. Yo los hago reír a carcajadas, los hago llorar de risa. Después, cuando se van, ya no son niños. Son hombres, razonan”.

“Si empezara mi vida de nuevo, lo haría directamente con mi profesión de actor”, expresó Parravicini al final de su vida

En 1935, en su momento de mayor esplendor, le diagnosticaron cáncer de pulmón. Lo soportó con entereza, pero estaba herido en lo más profundo: había encontrado en los escenarios y frente a las cámaras, una razón para vivir, una pasión. En 1938 dijo en un reportaje al diario Crítica que dirigía Natalio Botana: “Si empezara mi vida de nuevo, lo haría directamente con mi profesión de actor”. Sus últimas apariciones en cine fueron “La vida es un tango”, en 1939, dirigido por Manuel Romero y junto a Hugo del Carril, Sabina Olmos, Tito Lusiardo y Pablo Cumo, que era también su secretario personal; y Carnaval de antaño, en 1940, también de Manuel Romero junto a Sabina Olmos y Sofía Bozán.

Era posible pensar que un tipo como “Parra” no iba a admitir que alguien, por más alto que estuviese, bajara el telón de su vida; un improvisador, un maestro del “morcilleo”, un genio del repentismo no iba a quedar atado a los lazos de un Altísimo. Ni lo sueñen. El 24 de marzo de 1941, cuando el mal se hizo más grave, acorralado por los dolores y el desasosiego, susurró al oído de Pablo Cumo, su amigo y secretario: “Amigo, llegó el momento del pistolazo”.

A las nueve de la mañana del día siguiente, 25 de marzo, escribió sobre un papel, con trazo firme y sin temblores, dos palabras dirigidas a su mujer, que en esos momentos estaba en otra parte de la casa: “Perdóname, Sarita”. Después, tomó la pistola, la colocó sobre su sien derecha, tal vez pensó quién me quita lo bailado, y apretó el gatillo.

Está sepultado en el cementerio de Olivos. Una estatua lo recuerda en la muy porteña Plaza Lavalle, frente a Tribunales.