La resistencia de Otranto ante la invasión otomana y el sacrificio de 813 hombres que eligieron morir antes que renunciar a su fe

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El altar con las reliquias de los mártires y una imagen de la Virgen María con el Niño en su regazo en la catedral de Otranto

El sol quema las murallas de Otranto, una gema incrustada en el talón de la bota italiana, donde el Adriático murmura ecos de batallas y plegarias. Sus calles, estrechas como venas de piedra, serpentean entre casas blancas que parecen sostenerse en un abrazo eterno, como si supieran que la historia las ha puesto a prueba. En el verano de 1480, esta ciudad de Apulia, en el Reino de Nápoles, era un faro de fe y saber, hogar del Monasterio de San Nicolás de Casole, donde monjes benedictinos copiaban manuscritos y enseñaban latín y griego a quien quisiera aprender, sin pedir más que un alma curiosa. Pero ese año Otranto se convirtió en un grito de resistencia, un escenario de martirio que aún resuena como un desafío al embate del Imperio Otomano. El contexto fue un sultán con ansias de Roma.

En 1480 el Imperio Otomano, bajo Mehmed II, el Conquistador, estaba en su apogeo. Tras tomar Constantinopla en 1453 y convertir Santa Sofía en mezquita, Mehmed soñaba con Roma, la “primera Roma”, para coronar su dominio sobre la cristiandad, ver la basílica de San Pedro coronada por minaretes, convertir sus campanas en lámparas y que se escuche el canto del muecín por la ciudad de las mil iglesias. Otranto, en el estrecho que separa Italia de los Balcanes, era el primer paso. “Mehmed II veía en Otranto la puerta hacia la conquista de Italia, un movimiento audaz para extender su dominio al corazón de la cristiandad”, escribe Kenneth Setton en The Papacy and the Levant. Su estrategia era clara: controlar el Adriático para avanzar hacia Roma.

El 28 de julio de 1480, una flota de 100 naves otomanas, liderada por Gedik Ahmed Pasha, ancló frente a Otranto. Los otomanos descartaron Brindisi por su fuerte defensa costera y optaron por Otranto, menos fortificada. La ciudad, con unos 22.000 habitantes, estaba protegida por murallas medievales y el Castello Aragonese, pero su guarnición, de apenas unos cientos de hombres, era insuficiente ante los 18.000 soldados otomanos, armados con artillería y una ambición implacable. Otranto no era solo un objetivo militar, sino un símbolo: su caída enviaría un mensaje de terror a toda Europa: ¡Sométanse o mueran!

Otranto, en el siglo XV, era más que un puerto. Sus calles olían a sal, olivo y pan recién horneado. El mercado vibraba con mercaderes venecianos, albaneses y napolitanos, mientras los pescadores descargaban redes bajo un cielo que parecía eterno. La Catedral de la Anunciación, con su mosaico del siglo XII que narra desde el Génesis hasta mitos paganos, era el alma de la ciudad. El mosaico de Otranto es un testimonio de su riqueza cultural, un puente entre el mundo cristiano y las tradiciones clásicas; el Castello Aragonese, con sus torres vigilando el horizonte, ofrecía una falsa seguridad; el monasterio de San Nicolás de Casole, a las afueras, era un centro de saber, donde monjes copiaban textos de Aristóteles y Virgilio.

Pero la calma se rompió ese 28 de julio y el pánico se deslizó por las calles como un viento frío. Los habitantes, liderados por el arzobispo Stefano Pendinelli y el sastre Antonio Pezzulla, conocido como “Primaldo”, se prepararon para resistir. Durante 15 días las murallas soportaron el rugido de los cañones otomanos. Mujeres y niños llevaban agua y piedras a los defensores, mientras los monjes de San Nicolás rezaban sin descanso. La ciudad entera luchó, no solo los soldados. Fue un acto de resistencia colectiva, un testimonio de fe y coraje.

Una pintura en la catedral de Nápoles muestra una representación de la decapitación de los ciudadanos de Otranto a manos de los otomanos

San Francisco de Paula, al pasar por la ciudad unos meses antes había advertido a los gobernantes: “¡Ah, ciudad infeliz, con cuántos cadáveres te veo llena! ¡Cuánta sangre cristiana debe derramarse sobre ti!“. Pero Ferrante de Aragón no creyó en la profecía y acusó al santo de derrotismo.

El 11 de agosto de 1480, las murallas cedieron. Los otomanos irrumpieron, saqueando casas, incendiando iglesias y masacrando a quienes encontraban. De los 22.000 habitantes, 12.000 fueron asesinados y 5.000 esclavizados. La Catedral fue convertida en establo, sus altares profanados. El arzobispo Pendinelli fue aserrado en dos, un destino compartido por el comandante de la guarnición. La brutalidad de la ocupación otomana en Otranto fue un mensaje deliberado: la sumisión o la aniquilación.

El episodio más recordado ocurrió el 14 de agosto en la Colina de Minerva, un promontorio cubierto de hierba y olivos que domina la ciudad. Gedik Ahmed Pasha reunió a 813 hombres, seleccionados entre los sobrevivientes, y les ofreció una opción: convertirse al islam o morir. Liderados por Primaldo, un anciano de voz firme, todos rechazaron la abjuración. “Creemos en Jesucristo, hijo de Dios, y por Jesucristo estamos prestos a morir”, proclamó Primaldo, según Juan Pablo II en la beatificación de 1980. Uno a uno los 813 fueron decapitados, sus cuerpos abandonados bajo el sol. La tradición cuenta que el cuerpo de Primaldo, tras ser decapitado, permaneció de pie. Los soldados otomanos no podían hacer que se tumbara, su cuerpo permanecía erguido, duro como un pedernal. Solo cayó en tierra cuando el último mártir fue decapitado; ahí su cuerpo se arrodilló y se derrumbó sobre una cruz. Este hecho hizo que, aunque parezca extraño, muchos otomanos se convirtieran al cristianismo y se dice que cinco de los verdugos se hicieron monjes para purgar el pecado de haber asesinado y violado a mujeres y niños.

Lo que hace extraordinario a este episodio es que una ciudad entera respondió con firmeza a la propuesta de abjuración.

El cura español Ángel Peña publicó libros que narran distintos acontecimientos de la historia del cristianismo, entre ellos:

La Colina de Minerva, hoy un lugar de peregrinación, es un sitio austero, salpicado de olivos y marcado por una cruz. Desde allí, el mar parece un espejo que guarda el eco de la tragedia. En la Catedral, los restos de los mártires, 800 cráneos y huesos, descansan en una capilla lateral, detrás de un cristal. El culto a los mártires de Otranto trasciende la identidad local, proyectándose como un símbolo de resistencia cristiana. Los restos en la catedral son un recordatorio material de un sacrificio que dio forma a la memoria colectiva de la región.

La ocupación otomana duró poco. La muerte de Mehmed II en 1481 desbarató sus planes y el rey Fernando de Nápoles, con apoyo de fuerzas cristianas, sitió Otranto. El 11 de septiembre de 1481, los otomanos, bajo órdenes de Bayezid II, abandonaron la ciudad. El 13 de septiembre se encontraron los cuerpos de los mártires que, como relató Pietro Colonna —conocido como Il Galatino (1460-1540)—, estaban “ilesos y completos (como vi) […] y, lo más asombroso, todos fueron encontrados con la mirada al cielo; ninguno mostraba ningún signo de tristeza; al contrario, mostraban una expresión tan feliz y alegre que parecía que reían”.

“La reconquista de Otranto fue un punto de inflexión; sin ella el avance otomano hacia Roma habría sido más factible”, escribe Setton. La ciudad quedó semidestruida, su población diezmada, pero su resistencia frenó al imperio. Lo mártires fueron beatificados en 1771 y canonizados por el papa Francisco el 12 de mayo del 2013. “Al venerar a los mártires de Otranto, pidamos a Dios que sostenga a los muchos cristianos que hoy sufren violencia”, dijo Francisco en su homilía. “Su sacrificio no fue en vano; consolidó la identidad cristiana de Europa en un momento de crisis. Fueron decapitados en las afueras de la ciudad. No quisieron renegar de la propia fe y murieron confesando a Cristo resucitado. ¿Dónde encontraron la fuerza para permanecer fieles? Precisamente en la fe, que nos hace ver más allá de los límites de nuestra mirada humana, más allá de la vida terrena; hace que contemplemos ‘los cielos abiertos’ —como dice san Esteban— y a Cristo vivo a la derecha del Padre. Queridos amigos, conservemos la fe que hemos recibido y que es nuestro verdadero tesoro, renovemos nuestra fidelidad al Señor, incluso en medio de los obstáculos y las incomprensiones. Dios no dejará que nos falten las fuerzas ni la serenidad. Mientras veneramos a los Mártires de Otranto, pidamos a Dios que sostenga a tantos cristianos que, precisamente en estos tiempos, ahora, y en tantas partes del mundo, todavía sufren violencia, y les dé el valor de ser fieles y de responder al mal con el bien”.

Los mártires de Otranto fueron beatificados en 1771 y canonizados por el papa Francisco el 12 de mayo del 2013. (EFE/EPA/VATICAN MEDIA)

Los restos de los santos mártires fueron transferidos a la catedral un año después, se les dedicó un espacio específico, en el ábside y a la derecha. En principio se trató de una capilla dotada de un ciborio conformado por cuatro columnas que fue obra del arquitecto Gabriele Riccardi y cuya datación podría fijarse por lo menos en la década de 1540. Este primer elemento destinado a la custodia de las reliquias fue retirado a raíz de la remodelación que se hizo de la capilla de las reliquias en el siglo XVIII y de él solo quedan los vestigios de sus columnas, hoy adosadas a un basamento de piedra en el ábside de la cripta de la catedral. En cuanto al aspecto de este espacio, las fuentes documentales sugieren que se trataba de un ambiente reducido y completamente revestido de dorado, dotado de un cancel de hierro sobre el cual se alzaba el escudo de armas aragonés. En el siglo XVIII, por voluntad del obispo Carlo Carafa, aunque manteniendo los armarios destinados a la exposición de las reliquias, el aspecto de la capilla fue modificado añadiéndosele no sólo el revestimiento marmóreo que se conserva hasta hoy, sino también convirtiéndola en un recinto octagonal. Sobre el altar se encuentra una imagen gótica de la Virgen María con el Niño en su regazo, de policromía dorada.

Hoy, Otranto es una ciudad vibrante, turística, pero sus cicatrices perviven; la catedral, con su mosaico único, sigue siendo un lugar de culto y reflexión; el castello Aragonese, restaurado, vigila el mar que trajo la tragedia; la “Colina de Minerva” invita al silencio, a recordar a los 813 que eligieron la fe sobre la vida. Esta ciudad no es solo un lugar, sino una lección sobre el costo de la libertad y el credo, sus murallas, su catedral, su colina, son memoria viva.

En 1480 una ciudad pequeña enfrentó a un imperio y, aunque cayó, su sacrificio resonó en la historia. Como escribió Mantovano, “es un testimonio de que hay algo que vale más que la vida y por eso la vida tiene sentido”. Otranto, con su sangre y su fe, sigue hablando al mundo.