Campos de internados en EEUU, 120 mil sospechosos de espionaje cautivos y la cicatriz de una herida en la Segunda Guerra Mundial

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La reclusión de más de 120.000 japoneses y sus descendientes en campos de internamiento durante el conflicto bélico marcó un capítulo oscuro de la democracia estadounidense (Centro Lawrence De Graaf para la Historia Oral y Pública, Universidad Estatal de California, Fullerton)

El sol abrasador de las tierras desérticas de California, Utah o Colorado no perdona. En los años de la Segunda Guerra Mundial, entre 1942 y 1946, el horizonte de estas regiones inhóspitas se rompió con la silueta de alambradas de espino, torres de vigilancia y barracas de madera alineadas como cicatrices en la piel de la pradera. Los campos de internamiento para japoneses y sus descendientes en Estados Unidos, creados tras el ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941, no eran solo un lugar de reclusión; eran un grito silenciado de desconfianza, un capítulo oscuro donde la democracia estadounidense tropezó con el miedo y el prejuicio. Más de 120.000 personas, en su mayoría ciudadanos estadounidenses de origen japonés, fueron arrancadas de sus hogares en la costa del Pacífico y enviadas a estos confines remotos, acusadas de un delito que nunca cometieron: su ascendencia.

Imaginen un lugar donde el viento arrastra nubes de polvo que se cuelan por las rendijas de las barracas, donde el calor del verano quema la piel y el invierno muerde los huesos. Manzanar, en el árido Valle de Owens, California, es uno de los nombres que resuenan en esta historia. Rodeado por las cumbres nevadas de la Sierra Nevada, el campo se alzaba en un terreno seco, casi lunar, donde los internos, al llegar, encontraron poco más que estructuras improvisadas: barracas de madera cubiertas con papel alquitranado, sin aislamiento contra el frío o el calor, y espacios comunes que apenas ofrecían intimidad. “Era como llegar al fin del mundo”, recuerda Jeanne Wakatsuki Houston, quien tenía siete años cuando fue internada en Manzanar junto a su familia. “El polvo era nuestro compañero constante, se metía en la ropa, en la comida, en los pulmones”.

Otros campos, como Tule Lake en el norte de California, o Amache en las llanuras ventosas de Colorado, no eran muy diferentes. Tule Lake, bajo un régimen más severo, albergaba a quienes eran considerados “desleales” por las autoridades, incluidos líderes comunitarios o aquellos que, en un acto de desafío o desesperación, solicitaban ser repatriados a Japón. En Amache, los restos de jardines improvisados y baños japoneses excavados por los internos aún testimonian una voluntad de humanizar lo inhumano. “Plantábamos álamos y olmos, creábamos pequeños oasis en el desierto”, relata un descendiente de los internados en Amache, citado por la arqueóloga Bonnie Clark. “Era nuestra forma de decir: seguimos aquí, seguimos siendo humanos”.

Las condiciones extremas y la deshumanización caracterizaron la vida en campos como Manzanar, Tule Lake y Amache, donde los internos lucharon por mantener su dignidad (Centro Lawrence De Graaf para la Historia Oral y Pública, Universidad Estatal de California, Fullerton)

Crystal City, en Texas, ofrecía un contraste relativo. Aunque también estaba cercado por alambradas, los internos, incluidos japoneses, japoneses-latinos y algunos alemanes, reportaban un trato más amable por parte de las autoridades. Sin embargo, la libertad era una ilusión: los guardias armados y las cercas recordaban a cada paso que eran prisioneros de su propia identidad.

En estos campos, la rutina era una mezcla de monotonía y resistencia. Los internos, despojados de sus hogares y negocios —a menudo vendidos a precios irrisorios en apenas días—, se organizaron para recrear una comunidad. Crearon escuelas, iglesias, periódicos y hasta equipos de béisbol. En Manzanar, las fotografías de Toyo Miyatake, un interno que logró introducir una cámara, captura niños jugando, mujeres cosiendo, hombres trabajando en huertos improvisados. “Quería mostrar que éramos más que prisioneros”, decía Miyatake, cuyo lente clandestino se convirtió en un testimonio vital de la vida en el campo.

Las actividades diarias variaban según el campo y las circunstancias. En algunos, como Amache, los internos trabajaban en granjas para producir alimentos, mientras que, en otros, como Tule Lake, las tensiones políticas generaban protestas y manifestaciones pro-japonesas. La frase shikata ga nai (“no puede hacerse nada al respecto”) se convirtió en un mantra de resignación para muchos, pero también hubo destellos de rebeldía. Aiko Yoshinaga, internada a los 17 años, dedicó su vida posterior a investigar los documentos que probaban el perjurio del gobierno estadounidense ante la Corte Suprema, sentando las bases para las indemnizaciones de los años 80. “Nos trataron como enemigos, pero éramos ciudadanos. Nunca lo olvidaré”, declaraba Yoshinaga. Sin embargo, la vida no estaba exenta de tragedia. En Manzanar, el estudiante de medicina Chico Sakaguchi murió de un ataque de asma, agravado por el polvo omnipresente del campo. Joe Kurihara, un veterano de la Primera Guerra Mundial, renunció a su ciudadanía estadounidense tras sentirse traicionado por su país. “Me trataron como criminal por mi cara, no por mis actos”, escribió antes de partir a Japón, donde vivió el resto de su vida.

El ataque a Pearl Harbor, ocurrido el 7 de diciembre de 1941, a cargo de la armada japonesa sentenció el ingreso de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial (AP)

Testimonios que rompen el silencio son los relatos de los sobrevivientes son un mosaico de dolor, resiliencia y dignidad. Natalie Hayashida, internada en Manzanar siendo niña, recuerda los uniformes de las Brownies (una sección de las Girl Scouts) que ella y sus amigas llevaban con orgullo en los años 50, como un intento de aferrarse a la normalidad. “Éramos niñas, pero sabíamos que algo estaba mal. No entendíamos por qué nos miraban diferente”, cuenta en el libro La vida después de Manzanar, de Naomi Hirahara y Heather C. Lindquist.

Por su parte, el monje budista Shinjo Nagatomi, uno de los últimos en dejar Manzanar, atendía las necesidades espirituales de los internos mientras lidiaba con su propio desarraigo. “El campo era un lugar donde el espíritu debía ser más fuerte que el cuerpo”, decía. Sus palabras resuenan con las de Kirsten Leong, descendiente de internados en Amache, quien reflexiona: “Nos permitieron regresar a ‘casa’, pero no había hogar al que regresar. Nuestras comunidades fueron destruidas”.

Las imágenes de los fotógrafos Ansel Adams y Dorothea Lange ofrecen otra ventana a este mundo. Adams, con restricciones para no mostrar guardias ni alambradas, capturó la vida cotidiana en Manzanar: rostros sonrientes, jardines, partidos de béisbol, como si quisiera subrayar la humanidad de los internos. Lange, en cambio, no ocultó la crudeza: sus fotos muestran familias subiendo a autobuses con etiquetas de identificación, niños con cajas de pertenencias, barracas azotadas por tormentas de polvo.

La Orden Ejecutiva 9066, firmada por Franklin D. Roosevelt, permitió la detención masiva de japoneses, alemanes e italianos, muchos de ellos ciudadanos estadounidenses (Centro Lawrence De Graaf para la Historia Oral y Pública, Universidad Estatal de California, Fullerton)

El drama no se limitó a los ciudadanos estadounidenses. Cerca de 2.000 japoneses y descendientes de países latinoamericanos, especialmente de Perú, fueron deportados a estos campos, despojados de sus documentos y tratados como “extranjeros ilegales”. En México, una decena de japoneses-mexicanos fueron enviados a campos como Crystal City, víctimas de acuerdos entre gobiernos. “No sabíamos que la guerra había estallado. Fuimos a vender nuestra mercancía y nos arrestaron”, relata un sobreviviente mexicano-japonés citado por el historiador Sergio Hernández Galindo.

La Orden Ejecutiva 9066, firmada por Franklin D. Roosevelt en 1942, fue el detonante de esta reclusión masiva. También afectó a un número menor de alemanes e italianos. 11.507 alemanes y 1.881 italianos detenidos. Los alemanes, especialmente aquellos sospechosos de simpatías nazis, enfrentaban interrogatorios frecuentes. “No éramos espías, éramos panaderos, músicos, padres”, decía Hans Zimmerman, un alemán nacionalizado estadounidense, detenido por su membresía en un club cultural. Los italianos, por su parte, sufrían el estigma de la Italia fascista. Ezio Pinza, célebre cantante de ópera, fue arrestado en Nueva York, aunque liberado gracias a la intervención de Fiorello LaGuardia. Lucetta Berizzi, una italiana en Nueva York, perdió su empleo en Saks Fifth Avenue por hablar en su idioma. “Mi padre no era un traidor, solo un inmigrante orgulloso de su herencia”, decía, recordando cómo el FBI confiscó sus radios y congeló sus ahorros. En Fort Lincoln, Carl Armfelt, un veterano estadounidense de origen alemán, fue internado por una denuncia anónima. “Serví a este país, pero mi apellido me condenó”, lamentaba. Los deportados de América Latina, como los 81 judíos alemanes enviados desde países como Perú, vivían una ironía cruel: huyeron del nazismo solo para ser encerrados como “enemigos”. “No sabíamos por qué nos deportaron. Éramos fantasmas sin derechos”, relataba uno de ellos, según el historiador Arnold Kramme.

En 1988, el gobierno de Estados Unidos reconoció la injusticia contra los japoneses-americanos, ofreciendo disculpas y compensaciones, pero los alemanes e italianos internados aún reclaman reconocimiento

Los japoneses fueron el blanco principal, víctimas de un racismo que los veía como una amenaza por su mera existencia. El Teniente General John L. DeWitt, encargado de la evacuación, expresó inicialmente su incomodidad: “Un ciudadano estadounidense es, después de todo, un ciudadano”. Pero la histeria colectiva tras Pearl Harbor prevaleció. Cuando los campos cerraron en 1945 y 1946, los internos fueron liberados con poco más que 25 dólares y un boleto de tren. Muchos no tenían a dónde ir; sus hogares y negocios habían desaparecido. Sin embargo, su legado perdura. El 442.º Regimiento de Combate, formado por japoneses-estadounidenses, se convirtió en una de las unidades más condecoradas de la guerra, con miles de medallas, incluyendo una Medalla de Honor. Sus familias, en muchos casos, seguían tras las alambradas. Décadas después, en 1988, la Ley de Libertades Civiles reconoció la injusticia, ofreciendo una disculpa oficial de Ronald Reagan y una compensación de 20.000 dólares por sobreviviente. A diferencia de los japoneses-americanos, que recibieron una disculpa oficial y reparaciones, los alemanes e italianos internados no han obtenido un reconocimiento completo. En 2000, el Congreso aprobó la Ley de Violaciones de Libertades Civiles de Italoamericanos, pidiendo una revisión de su trato, pero no hubo compensación. Los alemanes, a través de la German American Internee Coalition, formada en 2005, siguen exigiendo justicia. “Nuestra historia fue borrada. Queremos que se sepa”, decía un activista en 2005.

Pero el trauma generacional permanece. “No conocemos nuestra herencia porque nos la arrancaron”, dice Kirsten Leong. Sitios como Amache, hoy un Parque Nacional, y Honouliuli en Hawái, designado Monumento Nacional, buscan preservar esta memoria, con excavaciones que revelan jardines, senderos y baños construidos por los internos.

En estas tierras desoladas, donde el polvo aún danza con el viento, los ecos de clamores silenciosos se mezclan con un mensaje más fuerte: la resistencia personas que en el “país de la libertad y la democracia” fueron detenidos solo por ser descendientes de inmigrantes. Al parecer los que apoyaron y aprobaron esas leyes, o eran de los pueblos originarios de los Estados Unidos, como ser: Cherokee, Navajo, Sioux, Chippewa, Apache, Iroqueses; u olvidaron rápidamente que ellos también eran hijos o nietos de inmigrantes, en especial quien firmo la orden: el presidente Franklin D. Roosevelt el cual descendían de colonos holandeses que llegaron a Nueva York y de franceses hugonotes que emigraron a Massachusetts.