“Hay días en que no se puede ser heroína. Solo se puede seguir viva”. Chimamanda Ngozi Adichie
Me siento una puta. Y una tarada. Estoy furiosa conmigo misma. ¿Cómo es posible que a mi edad no haya podido defenderme?
Volví a casa en taxi, llorando en silencio, y fui directo a bañarme. Necesitaba sacarme de encima su olor, el asco. ¿Para qué mierda le dije que la puerta estaba entreabierta, como si el problema fuera que alguien podría escucharnos? ¿Por qué no grité y lo expuse ante todas las personas que estaban reunidas en la sala de al lado? ¿Por qué no reaccioné?
A veces no nos duelen las que cosas que pasan, sino las que no pudimos hacer.
Lo detesto. Siempre sentí un profundo rechazo hacia él, el típico chanta oportunista y trepador, poco confiable, y ese desprecio se multiplicó cuando llegó a la presidencia de la empresa y su arrogancia creció de forma exponencial. Un poco lo entiendo: donde hay un trepador, siempre hay alguien que lo estimula. No son pocas las mujeres que saben que es un tipo importante y se hacen las simpáticas para acostarse con él y conseguir favores. Los hombres saben que cuando se vuelven poderosos, aunque sean horribles, se convierten en Brad Pitt. Bah, nosotras los convertimos en Brad Pitt.
Me sentía anestesiada, inerte. Seguí yendo a la oficina, pero quedé paralizada, sin emociones ni sentimientos. ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Convertirme en su amante? ¿Denunciarlo? Por suerte él no volvió a la carga.
No sabía cómo seguir. Me daba tanta vergüenza que nunca pude hablarlo con nadie, menos con mi marido. O no me creía y pensaba que yo quería coger con el tipo, o iba y lo mataba. Por otra parte, como es una empresa nacional, no tiene la rigurosidad ni los protocolos de las multinacionales con estas situaciones. En el fondo, el dueño es casi más impresentable que este presidente vulgar y mediocre.
Todavía sigo teniendo flashes de lo que pasó. De cuando abrí la puerta de la sala de directorio en la que había al menos diez personas, buscando a uno de los directores. Al verme se paró y caminó con rapidez hacia mí y me llevó a su despacho contiguo. Apenas entramos se me tiró encima. Entre el desconcierto y el shock solo atiné a decirle que la puerta estaba entreabierta. Qué ingenua, como si eso fuese a detenerlo. Él fue a cerrarla, seguramente creyendo que si ese era mi único comentario, se trataba de una aprobación tácita. ¡Pero no lo era! ¡Nada más lejano que querer coger con él, que siempre me dio asco! ¿Por qué no me defendí? ¿Por qué no peleé? ¿Por qué no grité?
Cuando acabó a los pocos minutos, me sonrió y volvió a la sala como un macho alfa, triunfante. Me sentí como una de esas presas que los leones devoran en los documentales de Discovery Channel. ¿Por qué no pude hacer nada? ¿Por qué no hice lo único que tenía que hacer?
Los días siguientes fueron muy difíciles. A pesar de tener cuarenta y siete años, una parte de mi cabeza quería borrar todo, hacer como si nada hubiera pasado. ¿Negar para sobrevivir? ¿Para no destruirme?
Me torturaba preguntándome continuamente por qué había sido tan pasiva. Soy una mujer madura, casada dos veces, con hijos grandes. No soy una adolescente para alegar que no pude defenderme.
Mi corazón está en conflicto. No tengo ninguna duda de que yo no quería coger con él. Pero también me doy cuenta de que en algún sentido, elegí no defenderme.
Podría haberlo denunciado, pero creo que eso hubiera multiplicado los problemas. No por ese ser inmundo, sino por mi familia. ¿Cómo dejaba parado a mi marido si lo hacía público? ¿Y a mis hijos? ¿Qué iba a pensar el varón? ¿Y mi hija, que encima trabajaba en la empresa? Por otro lado, ¿y si la denuncia me salía mal y me echaban? No podía darme ese lujo porque mi marido no tenía trabajo y generaba poco y nada con alguna que otra consultoría aislada. ¿Por qué mierda me pasó esto a mí, justo cuando al fin tenía un trabajo que me encantaba, con grandes posibilidades de crecimiento?
Tardé mucho en entender que, de forma más o menos inconsciente, había elegido cuidar cosas más importantes que a mí misma. Los únicos ingresos del hogar. El trabajo de mi hija. Y también mi trabajo, que me gustaba y quería conservar. Y sí, tuve miedo, mucho miedo. Cuando me atacó esa bestia, mi corazón evaluó en una fracción de segundo que había otras cosas en juego. Mi silencio fue puro instinto de supervivencia.
¿Eso me convierte en una regalada, como tantas mujeres que se acostaron con él por interés? Sé que a diferencia de ellas, no lo busqué ni lo quise. Solo elegí no poner en riesgo lo que para mí era más importante. Quizá por eso no logro reconciliarme conmigo misma. A veces el corazón tiene razones que la mente no llega a comprender.
Pasaron años y todavía no sé si denunciarlo o perdonarlo. Me separé, mi hija trabaja en otro lugar, él ya no está en la empresa. Ya no parece haber peligros en el horizonte. Hoy no tengo mucho que perder.
¿Por qué tuve que esperar a que se dieran las condiciones adecuadas para evaluar si ahora sí soy capaz de hacer la denuncia? Y si eso no hubiese pasado, o si fuese demasiado tarde, ¿estaría condenada a vivir con esta carga en silencio? ¿Cómo se reconstruye una vida después de haber callado para sobrevivir? ¿Quién me devuelve la mujer que fui antes? ¿Cómo se grita lo que en su momento no pude decir?
Siento la tentación de verlo sufrir por todo lo que me hizo pasar, pero a esta altura de mi vida, sé que la venganza me haría más daño a mí que a él. ¿Podré estar en paz si no lo denuncio nunca? ¿Podré mirarme a los ojos y entender que hice lo que pude, en el contexto que tenía?
Tal vez no se trate de perdonar al otro, sino de dejar de castigarme a mí misma. Y eso, quizás, también sea un acto de justicia.
*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”.www.youtube.com/juantonelli