El recuerdo de Gabriela Gili, la actriz de mirada única que no supo luchar contra la depresión y murió cuando apenas tenía 46 años

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Gabriela Gili (Facebook Gabriela Gili)

Sus ojos color del cielo se cerraron por última vez el 29 de diciembre de 1991, alrededor de las dos de la madrugada. Para entonces, Gabriela Gili tenía apenas 46 años de edad. Había sido una de las más amadas heroínas de telenovelas de los ‘70 y ‘80. Sin embargo, llevaba tiempo luchando contra la depresión cuando la muerte la sorprendió prematuramente. Esa fatídica noche, se había acostado a dormir como de costumbre cuando se empezó a sentir mal. Entonces su marido, Rodolfo Bebán, llamó de inmediato al servicio de emergencias para que la atendieran. Y los médicos determinaron que había sufrido dos insuficiencias cardíacas. En principio había quedado inconsciente, aunque con vida. Pero, mientras la trasladaban al Hospital Central de San Isidro, tuvo un tercer episodio en el que su cuerpo dijo basta.

Su nombre real era María del Valle Gili, aunque todos le decían Cuca. Había nacido el 23 de enero de 1945 en Wheelwright, Santa Fe, pero a los seis años se fue con su familia a vivir a San Martín, provincia de Buenos Aires, donde su padre tomó el cargo de jefe de Correos. Conservó, sin embargo, algunas costumbres de su primera infancia, en la que convivía con la naturaleza y los animales. Y contó que se divertía haciendo casas para los sapos con las ramas que juntaba por la calle, en tiempos en los que los niños solían jugar fuera de sus casas.

No venía de una familia de artistas. Y tampoco tenía la posibilidad de ir seguido al cine, como le hubiera gustado. Sin embargo, se pasaba horas escuchando radioteatros. Y jugaba a imitar a Lolita Torres en el espejo. Así fue como descubrió su vocación. Se convirtió en la típica alumna de primario y secundario que quería formar parte de todos los actos del colegio. Y, aunque luego se anotó para estudiar magisterio, una profesión esperable para una jovencita como ella, en paralelo comenzó a cursar en el Conservatorio de Arte Dramático.

Fue el recordado director Edgardo Borda el que la descubrió. Le había hecho una prueba de cámara “en broma” pero, al darse cuenta del potencial que tenía para la actuación, decidió darle una oportunidad en la televisión. Debutó en la telenovela Estrellita, esa pobre campesina, haciendo de contrafigura de la gran Marta González. Era la mala de la historia. Pero su mirada única no pasó inadvertida para los productores, que enseguida le dieron la oportunidad de protagonizar tiras como Yo compro a esta mujer, Una vida para amarte, Así en la villa como en el cielo, Así amaban los héroes, Esta mujer es mía y Una luz en la ciudad.

Gabriela Gili y Rodolfo Bebán convivieron por casi dos décadas

Su belleza sumada a su talento fueron un combo imbatible. Y Gabriela no tardó en convertirse en uno de los rostros favoritos del público. Sin embargo, conforme su éxito profesional iba aumentando, los laberintos de su mente le empezaron a jugar una mala pasada. Luego de que sus padres se radicaran en Montevideo, Uruguay, empezó a lidiar con la soledad. Y a la profunda melancolía que la agobiaba se le sumaron trastornos alimenticios, que por aquellos años ni siquiera tenían un nombre que los definiera. Así fue como conoció al doctor Carlos Murúa, de quien se terminó enamorando. Ambos se casaron y, en 1971, trajeron al mundo a su hijo Leonardo.

Sintiéndose acompañada, aunque sin poder equilibrar del todo sus pensamientos, Gili continuó su carrera en el cine con El profesor patagónico, película de Fernando Ayala donde trabajó junto a Luis Sandrini, Güemes, la tierra en armas, de Leopoldo Torre Nilsson, y Argentino hasta la muerte, también de Ayala, donde compartió el set con Roberto Rimoldi Fraga. Había logrado trascender la pantalla chica. Y brillaba en su rubro. Pero no conseguía encontrar su tranquilidad mental.

En 1972, en tanto, la convocaron para protagonizar Malevo junto a Bebán. Él era uno de los galanes más codiciados de la época. Y sus ojos lograron cautivar a Gabriela. Sin embargo, ambos recién pudieron darle rienda libre a sus sentimientos un año más tarde, cuando Gili se divorció de Murúa. El romance, sin embargo, recién se confirmó públicamente en 1974. Y fue portada de las revistas del corazón, que con asombro daban cuenta de que el inconquistable actor de los ojos verdes más bellos, había sucumbido ante los encantos de la heroína a la que todos admiraban.

Gabriela y Rodolfo tuvieron tres hijos: Facundo, Daniela y Pedro Emiliano. Y la actriz sintió, por primera vez, que todo se acomodaba en su vida. Tenía la familia que siempre había soñado. Y, paralelamente, le había llegado la oportunidad de protagonizar Un mundo de 20 asientos, tira sobre la historia de un colectivero de la línea 60 en la que compartió el protagónico con Claudio Levrino y que se convirtió en un verdadero éxito en todo el país. Sin embargo, la trágica muerte del actor, que se quitó la vida accidentalmente manipulando un arma de fuego, dejó truncos todos los proyectos que había para la pareja actoral. Y esto volvió a sumir en la tristeza a Gili.

La actriz tuvo que luchar contra la depresión (Facebook Gabriela Gili)

No obstante, Gabriela volvió a ser convocada para formar parte de ciclos que contaron con gran repercusión, como Crecer con papá y Amar al Salvaje. Y, en 1984, fue la protagonista junto a Claudio García Satur de Historia de un trepador, con la que volvió a experimentar lo que es el fanatismo de la gente. Finalmente, en 1988 formó parte de Pasiones, una novela encabezada por Raúl Taibo y Grecia Colmenares. Pero, luego de eso, su presencia en la escena mediática se fue diluyendo. Empezó a estudiar canto y encaró alguna que otra temporada de teatro. Aunque ya no volvió a brillar. Y su depresión se fue agudizando.

El final fue sorpresivo para todos, empezando por su marido. Pero él mismo reconoció que, más allá de que nadie esperara ese desenlace, Gabriela llevaba mucho tiempo mal psicológicamente. Y que, lentamente, había dejado de ser la mujer que alumbraba con su mirada todo lo que había a su alrededor, para convertirse en una persona cuya luz se fue apagando poco a poco, hasta llegar a su prematuro final.