
Estoy muy angustiada y no entiendo por qué.
Antes de la cirugía era comprensible. Arrastraba años con problemas de salud. Hipertensión, diabetes, colesterol alto, las rodillas y los tobillos deformados por el sobrepeso, y una serie de advertencias apocalípticas que aparecían en mi horizonte cercano: un accidente cerebrovascular, un infarto, cáncer de colon, hígado graso… ¿Cómo no vivir preocupada?
La paradoja es que todas esas amenazas, más que ayudarme a salir de mi estado, me angustiaban y generaban que comiera aún más por ansiedad. Además, ¿para qué pelear por la vida si sentía que no valía la pena, que era una mierda? ¿Para alargar la agonía?
Cuando me plantearon la posibilidad de hacerme una cirugía gástrica, mi primera reacción fue huir. No es que quisiera seguir siendo obesa, porque odio la obesidad y a mí misma por serlo, pero les tengo pánico a las operaciones. Ni hablar de la anestesia general. ¿Y si no me despierto? Sé que es contradictorio porque sería una muerte liberadora, una forma de terminar con el calvario que es mi vida. Pero evidentemente hay algo por lo que todavía quiero seguir viviendo.
En los meses previos a operarme, durante una de las reuniones preparatorias, el psicólogo del equipo me hizo una pregunta jodida: “¿De qué te protege tu obesidad?”. No supe qué responder.
El proceso previo a la cirugía requería que siguiera una dieta estricta durante un mes y que la última semana viviera únicamente a base de caldo. Mi motivación era tan grande que pude hacerlo sin mayores problemas. Cuando llegué al control final, pesaba diecisiete kilos menos. Era la primera vez en años que lograba pesar menos de ciento veinte.
La intervención salió muy bien y tuve un posoperatorio sin problemas. Bajé otros diecinueve kilos y el médico planteó el objetivo de ir por otros veinte menos para llegar al peso que tenía antes de empezar a engordar durante mi adolescencia.
Las semanas pasan y sigo perdiendo peso porque con el estómago tan reducido que tengo después de la cirugía, solo puedo comer muy poco. Algunas compañeras del grupo de apoyo están contentas porque vuelven a ponerse ropa que no usaban hacía quince o veinte años. No es mi caso. Fui obesa casi toda mi vida, desde la pubertad, y no conservo nada de esa época.
Se supone que yo también debería estar contenta, pero a medida que me veo más linda, más cercana al ideal a pesar de los colgajos de piel, mi angustia aumenta. No entiendo qué pasa. El terapeuta me dice que es normal sentirse así, que no estoy acostumbrada a sentirme liberada, que a muchos bariátricos les cambia la personalidad. Lo escucho, pero siento que lo mío es otra cosa.
Cuando finalmente llego a los benditos sesenta y dos kilos, el peso que tenía hace treinta y seis años, mi angustia es tremenda. Me siento en carne viva. El psicólogo sigue ensayando hipótesis y para mí lo que interpreta son puras palabras. No es lo que me pasa.
Arrastrada por una amiga, un día vamos a comprarnos ropa. Nos probamos mil cosas distintas y ella insiste en que me ponga prendas como si tuviera diecisiete años. Me calzo un pantalón de cuero negro súper ajustado. Ella enloquece al verme así pero yo solo siento una angustia terrible. La garganta cerrada, un miedo intenso que me hace apretar la mandíbula.

Dejamos las bolsas de las compras en el auto y vamos a un bar a tomar algo, casi para festejar mi logro. No debo tomar alcohol, pero me mojo los labios. Se supone que tengo que estar contenta por todo lo que conseguí, por estar de vuelta en carrera y también, por estar viva. Me siento como una adolescente saliendo por primera vez, algo que de hecho no hice nunca, porque la obesidad me sacó de la cancha antes de empezar. Cuando era el momento de vivir eso, yo era la gorda. La despreciable.
A pocos metros de nosotras un hombre me mira sin ningún pudor. Me da vergüenza y al principio lo ignoro, pero la curiosidad me gana y cuando vuelvo a mirar con disimulo, me doy cuenta de que es una mirada de deseo. Siento que una ráfaga de angustia me atraviesa. ¿Qué mierda me pasa? Mi amiga se da cuenta que algo está mal pero no tengo ganas de contarle. No quiero hablar. ¿Además, qué voy a explicarle si no sé ni qué decirle?
La angustia disminuye recién cuando vuelvo a casa. Preparo un baño de inmersión, prendo unas velas y pongo música suave para bajar la tensión que siento. Me desvisto y antes de meterme en la bañera me miro desnuda al espejo. La angustia vuelve a darme un golpe en el estómago. Pienso que quizá sea producto de ver ese campo de batalla devastado que ha sido mi pobre cuerpo.
El agua me tranquiliza, hasta que vuelvo a acordarme del tipo que me miraba en el bar. Un escalofrío me recorre la columna. Entonces irrumpe en mi mente un recuerdo que mantuve sepultado toda mi vida. Durante treinta y cinco años traté de convencerme de que no había ocurrido. Jamás lo hablé con nadie. Pero ahí está de nuevo. Es real. Lo siento en la piel erizada: es la misma mirada que tenía el hijo de puta de mi padrino antes de violarme cuando yo tenía trece años.
Ahora entiendo mi angustia al pesar los mismos kilos de entonces; me siento vulnerable al deseo de los hombres. Sé que soy otra, una adulta de cuarenta y nueve años con más recursos, pero esas son explicaciones racionales que mi corazón descarta.
Vuelvo a pensar en la pregunta que me hizo el terapeuta: ¿De qué te protege tu obesidad? Tardé muchísimo en encontrar la respuesta. No pude defenderme de mi violador, pero encontré otra forma de defenderme en el futuro: volverme obesa.
No solo no quería ser deseada; inconscientemente pretendía ser repulsiva. Una especie de erizo humano al que nadie quisiera acercarse, ciento treinta kilos de púas.
¿Cómo no iba a perturbarme que un hombre volviese a mirarme con deseo si esa mirada había sido la antesala de mi infierno?
Durante más de treinta años mi mente se ocupó de ponerme a salvo pagando un precio carísimo: estuve sola, sin calidez, sin amor. Protegerme de eventuales abusos sexuales, me alejó de lo que más deseaba en la vida: experimentar el afecto genuino, confiar, tener un verdadero encuentro con el otro.
Dicen que al cerebro no le importa ser feliz, solo le preocupa estar vivo.
*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli


