
Cada año, el 12 de diciembre, México se desborda en una oleada de devoción religiosa. En esa jornada especial, innumerables personas, contando por millones, inundan las vías públicas para rendir homenaje a la Virgen de Guadalupe, así como al enigma que la hace singular entre las advocaciones marianas: la representación de Nuestra Señora impresa milagrosamente en la tilma, una capa o manto tradicional de Juan Diego.
Esta figura es el ícono de la identidad nacional. México y la devoción guadalupana se funden en una unidad indisoluble. Fascinante es que, en la metrópolis mexica de México-Tenochtitlan, el nombre de esta imagen tiene raíces árabes. Un equívoco lingüístico explica este fenómeno, común en la historia cultural. Los mexicas, o aztecas, tenían un vasto panteón politeísta. Destacaba Tonantzin, cuyo nombre náhuatl significa «nuestra madre digna de veneración“. En mitos, era progenitora o consorte de Quetzalcóatl, divinidad suprema.
Su sitio sagrado estaba en el Tepeyac. Durante la conquista española, su templo fue demolido y remplazado por una ermita cristiana, iniciando un sincretismo entre creencias indígenas y colonizadoras. El sábado 9 de diciembre de 1531, un nativo chichimeca llamado Cuauhtlatoatzin (“el águila que habla” en náhuatl), bautizado como Juan Diego, caminaba a Tlatelolco. Al bordear el cerro del Tepeyac, ocurrió la primera aparición de la Virgen María, quien se presentó como «la inmaculada y eterna virgen santa María, madre del auténtico Dios“. Las visiones se repitieron cuatro veces del 9 al 12 de diciembre. La Virgen le encomendó al obispo Juan de Zumárraga construir un santuario mayor en lugar de la ermita. Juan Diego relató los hechos, pero el obispo exigió prueba. La aparición indicó recolectar rosas florecidas invernalmente en la cumbre, llevarlas en la tilma (prenda como poncho). La Virgen misma con sus manos, acomodó las flores en el ayate. Al desplegarla ante el obispo, las rosas cayeron, revelando la imagen de la Virgen.

El prelado ordenó una ermita mayor, donde Juan Diego vivió custodiando la tilma, en la actual “capilla de los indígenas”. Murió en 1548 a los 74 años, canonizado en 2002 por Juan Pablo II. En 1666, se pidió festividad y misa para Nuestra Señora de Guadalupe, trasladando la fecha del 8 al 12 de diciembre, última aparición. Bajo Benedicto XIV, la Congregación de Ritos ratificó las apariciones y aprobó misa y oficio para esa fecha. En 1895, se coronó canónicamente en México. En 1910, Pío X la nombró patrona de América; en 1945, Pío XII, “Emperatriz de las Américas”.
Con los siglos, México se identificó con la aparición del Tepeyac. La imagen fue estandarte en la independencia: el cura Miguel Hidalgo, con Allende y Aldama, el 16 de septiembre de 1810, tocó campanas en Dolores, gritando: “¡Viva nuestra madre santísima de Guadalupe… viva la América y muera el mal gobierno!“, enarbolando un lienzo guadalupano como emblema insurgente.
En el sitio de apariciones surgió un complejo de capillas y templos: capilla del Cerrito, de los indios, del Pocito, Templo Antiguo (Convento de Capuchinas), panteón, basílica antigua (templo expiatorio de Cristo Rey) y basílica moderna, diseñada por Benlliure, Ramírez Vázquez, Schoenhofer, Chávez de la Mora y García Lascuráin. Es centro de peregrinación y evolución cultural.
La primera mención por escrito de la aparición se relata en el “Nican mopohua” (“aquí se relata”), parte de “Huei tlamahuiçoltica” (“El gran suceso”). Título náhuatl: «Huei tlamahuizoltica omonexiti in ilhuícac tlatohcacihuapilli Santa María Totlazonantzin Guadalupe in nican huei altepenáhuac México itocayocan Tepeyácac» (“Escrito por un gran milagro donde apareció la soberana celestial, nuestra madre Santa María de Guadalupe, cerca de México en Tepeyac”). Opúsculo de 36 páginas, publicado en 1649 (101 años después de la muerte de Juan Diego) por Luis Lasso de la Vega. Incluye “Nican mopohua” atribuido a Antonio Valeriano (1556, basado en el relato de Juan Diego). Agrega “Nican motecpana”, 14 milagros por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl.

Pero acá viene otro tema extraño: ¿por qué se llama “Guadalupe” siendo este un término árabe y ya perteneciente a una devoción de la Virgen María en España? “Guadalupe” deriva de árabe “Wādi al-lub” (“río de lobos”), ligado a Virgen Negra en Extremadura, España. Virgen habló náhuatl: “coatlaxopeuh” (“quatlasupe”: “coa”=serpiente, “tla”=la, “xopeuh”=aplastar). Españoles oyeron “Guadalupe”, influenciados por la devoción extremeña, región de donde provenía el conquistador Hernán Cortés.
Para los católicos, la imagen del Tepeyac es amor maternal en tela humilde. Palabras en náhuatl: “Cuix amo nican nica nimonantzin? Cuix amo nocehuallotitlan, necauhyotitlan in tica? Cuix amo nehuatl in nimopaccayeliz? Cuix amo nocuixanco nomamalhuazco in tica? Cuix oc itla in motech monequi?” (“¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría?). Con la expansión temprana de la devoción, la primera estructura que se levantó fue una pequeña ermita modesta, casi improvisada, capaz de albergar a unos pocos fieles pero la afluencia creció con rapidez. A mediados del siglo XVI se hace necesario construir un templo más formal: surge así la primera basílica, concluida en 1709, una obra monumental para su época, levantada con piedra volcánica, cúpulas barrocas y un retablo central dedicado a la imagen guadalupana.
Pero la tan venerada imagen no quedó exenta de atentados. El 14 de noviembre de 1921, en pleno clima de tensiones posrevolucionarias, un hombre colocó un arreglo floral a los pies de la imagen. Nadie sospechó nada hasta que la explosión levantó por los aires el altar, destruyó los pisos de mármol, dobló un crucifijo de bronce y destrozó ventanas a decenas de metros a la redonda. Lo que no explotó, según se registra en informes oficiales, fue la protección cristalina que cubría la tilma: el artefacto provocó daños considerables en la basílica, pero la imagen quedó intacta. Ese hecho —documentado y fotografiado— se sumó rápidamente al imaginario guadalupano como un episodio de protección inexplicable, aunque para los historiadores forma parte también del clima político anticlerical del período. Pero nadie recuerda el nombre del atacante, todos recuerdan la bomba que no logró su cometido.

Hacia 1974 se inició la construcción del nuevo templo. El arquitecto Pedro Ramírez Vázquez —el mismo del Museo Nacional de Antropología y del Estadio Azteca— imaginó una estructura circular, sin columnas internas, que permitiera a los fieles ver la imagen desde cualquier punto del recinto. La Basílica moderna, inaugurada en 1976, tiene capacidad para diez mil personas y recibe cada año a más de veinte millones de visitantes. La tilma de Juan Diego se exhibe detrás de un cristal blindado y puede observarse desde unas bandas móviles que trasladan al público sin aglomeraciones, uno de los pocos sistemas de transporte del mundo diseñados exclusivamente para mirar una imagen religiosa.
Pero el protagonista de toda esta historia no es el templo, sino el manto que guarda. A la fecha, la tilma atribuida a Juan Diego sigue siendo objeto de estudio, devoción y controversia. Fue confeccionada en ayate, una fibra vegetal de maguey que suele degradarse en pocas décadas. Los especialistas coinciden en que un tejido de ese tipo, expuesto a humo de velas, humedad y manipulación constante, no debería haber sobrevivido cinco siglos. Sin embargo, ahí está.
Existen análisis fotográficos e infrarrojos —realizados durante el siglo XX por académicos de distintas disciplinas— que sugieren que la superficie carece de pinceladas identificables, algo inusual para cualquier pintura tradicional de la época. Otros sostienen que la imagen muestra una técnica mixta difícil de clasificar con la tecnología disponible entonces. La Iglesia, por su parte, ha sido cauta: no afirma un origen sobrenatural, pero mantiene que el objeto es auténtico dentro de su tradición.
La discusión se intensifica alrededor de ciertos detalles que han alimentado la imaginación colectiva, como, por ejemplo: sus ojos. Uno de los puntos más citados es el de los supuestos reflejos microscópicos en los ojos de la imagen. Estudios realizados por algunos oftalmólogos a mediados del siglo XX afirmaban que los ojos presentan un efecto similar al del reflejo corneal humano: como si en ellos se hubiese registrado la escena del momento en que Juan Diego abrió la tilma frente a Zumárraga. Otros expertos cuestionan rigurosamente estas conclusiones, argumentando que los análisis no fueron realizados con metodología científica suficiente. Pero el tema se mantiene vivo, precisamente porque toca ese punto donde la fe y la ciencia rara vez se dan la mano, pero tampoco se sueltan del todo.

Otro dato frecuentemente mencionado es que los pigmentos mantienen una estabilidad cromática inusual. En un tejido de ayate, sometido a luz, humedad y contaminación, sería esperable una degradación acelerada. Sin embargo, el colorido permanece sorprendentemente uniforme. Estudios posteriores han señalado que los tonos parecen integrados a la fibra más que adheridos a la superficie. Y si puede ser estos detalles a simple vista, las partes agregadas para “hermosear a la imagen”, como ser los rayos y la medialuna, denotan perdida de pigmentación y costras por sequedad; el resto del ayate sigue con los colores intactos, pero es de destacar que, si bien es llamativo, nada de esto prueba un origen milagroso; tampoco permite descartarlo para quienes creen. Pero sí confirma que la tilma es un objeto extraordinario desde cualquier perspectiva estética, histórica o cultural.
El Santuario de Guadalupe no es solamente un conjunto de templos: es una geografía emocional para millones de mexicanos. Es la marcha interminable de peregrinos en diciembre, el olor a copal en los alrededores, la música de los mariachis que llegan a cantarle como si fuera una madre viva, la fila interminable de visitantes que bajan del metro o de camiones que vienen desde ciudades remotas.
En el Tepeyac conviven la fe indígena y la católica, la ciencia y el mito, la arquitectura moderna y la memoria colonial. Nadie sale de allí igual: algo pesa en el ambiente, una mezcla de historia y creencia que se adhiere a quien llega, incluso al que entra por curiosidad.
Y al final, quizá eso explica por qué la Basílica —la antigua y la nueva— sigue en pie después de siglos, terremotos, bombas y discusiones: porque no es solo un sitio religioso. Es un espejo donde México se mira y se reconoce. Las palabras de la Virgen: “¿No soy acaso tu madre? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?” inspiran generaciones, recordando la protección en las adversidades. Esas palabras fueron y son la esperanza que mantuvo y mantiene a los mexicanos y a gran parte del pueblo iberoamericano a pesar de las turbulencias de esta región.


